domingo, 5 de octubre de 2014

Guapo pijo, porque eres guapo, GU-A-PÓ.

Miro en el fondo del espejo y veo lo que éste me devuelve, belleza, el espejo me obsequia con belleza a raudales, a kilos, insultantes cantidades de belleza desmedida. Belleza que comparto con el mundo sin pedir nada a cambio pues guapo se nace, soy guapo amigos, soy guapo y esta es mi historia:
Ser guapo es una actitud, Confucio
Lo que cada mañana veo cuando me asomo a uno de mis muchos espejos demuestra que las abuelas nunca mienten, ni las amigas de las abuelas. Soy guapo, hecho inevitable, responsabilidad ineludible y poder que, como todo poder, conlleva una gran responsabilidad. Cuando uno nace con mi cara nace a su vez con una responsabilidad congénita, la obligación de compartir con el mundo que le rodea tamaña muestra de generosidad por parte de la naturaleza y asegurarse de que nadie permanece ajeno a tal obsequio divino.
Por eso y aunque pueda parecer contradictorio ser guapo trae más penas que glorias, más dolores que alegrías. Ser guapo no es lo que parece, no todo el orégano es monte.
Todo comienza en la más tierna infancia, desde el minuto cero, cuando siendo aún un amasijo de carne de color verduzco se escucha una voz, generalmente femenina, que falsamente rompe el silencio con un cursi “Ohhhhhh” seguido de una inmisericorde mentira “Es precioso”. Claro, uno tonto no es y piensa pero coño, si estoy hinchado como una pava, si estoy amarillento, si tengo los ojos como cernachos, donde tengo yo la belleza. En cualquier caso la vida continua y los desencuentros que semejante cantidad de belleza provocan se suceden como el agua que brota incansable del manantial, porque yo aparte de guapo soy poeta también.
                Durante la niñez el azul te persigue, te estigmatiza, se te pega a la piel hasta convertirte en un pitufo. Eres tan guapo que todas las señoras que meten las narices en el carricoche para juzgar tu injuzgable belleza dicen lo mismo “Que boniiiica” con esa voz de madame de burdel barato. Durante la infancia más tierna los guapos nos sentimos como traviesos en un bar de Benidorm, de esos bares en los que las mujeres evacúan de pie y con una mano apoyada en el azulejo. De modo y manera que el azul es ese color que las madres de los guapos nos ponen para evitar ambigüedades, malos entendidos y especulaciones de identidad.
                Yo siempre quise ser pastorcillo. Pues no. Esta cara me encasilló durante toda mi carrera artística y en mi etapa como actor escolar jamás pude dejar de lado aquel papel de ángel en la función de navidad, “Es que tiene una cara purísima” decía la profesora con esa voz forjada a golpe de cafés y cigarros de soltera. Yo quería desarrollarme como artista, beber de varias fuentes para calmar mi sed de variedad, yo quería dejar de ser el ángel del Belén viviente por una vez, por una maldita vez, pues 17 años haciendo de angelillo navideño te encasilla y a la larga arruina tu carrera, pues capullos, capullos en ramo de a tres, la profesora virgen de cincuenta años jamás consintió cambio de papeles en su obra cumbre. Una incipiente carrera interpretativa al carajo por una cara que no admite atisbo alguno de fealdad.
                Tras  la infancia llega la adolescencia –esta sucesión natural no varía entre guapos y feos– y un nuevo mundo de inconveniencias abre sus puertas ante el dueño de una cara que levanta envidias y pasiones a partes iguales. La adolescencia es especialmente difícil y compleja para nosotros los guapos. Largos años escuchando aquello de “que preciosa es” y ese azul forzoso le llevan a uno a tener graves conflictos internos, conflictos que suelen hacer que el guapo se crea que es guapa, se sienta Pitufina y la espalda le acabe oliendo a esencias hombrunas. Yo por suerte no tuve tales crisis de identidad y, pese a saber que era guapo y guapa a partes iguales, siempre tuve muy claro a que no quería que oliera mi espalda. Pero claro ser el blanco de toda admiración le deja a uno desprovisto de todas las armas de cortejo. Aún recuerdo una de mis primeras citas, “Te voy a llevar a un lugar donde los sueños se hacen realidad, un lugar en el que no sabrás si has estado o solo han sido tus sueños los que han permitido que te asomaras a él” la chica se puso de color rosa cerdo y se le escapó  una risilla inocentona. La llevé a una exposición de espejos, había espejos de toda clase y condición, “siéntate ahí y deja disfrutar a tus ojos” le dije mientras le enseñaba todos y cada uno de mis muchos perfiles, a cual más bello claro está. Pues puede que el lector no crea lo que lee pero aquella relación no arribó a buen puerto. La chica me mandó a azotar mierdas a golpe de látigo, no sólo era menos guapa que yo sino que además era maleducada. En ese momento comprendí que la fuerza de la envidia supera los poderes del amor, aquella moza me tenía pelusilla porque yo era más guapa que ella y 826 espejos me dieron la razón.
                Cuando uno es guapo –Si además de guapo eres guapa como es mi caso vas más jodido aún– eres victima de mil y un atropellos. Cuando los guapos vamos a comprar ropa caemos muchas veces en los cantos de sirena del espejo y acabamos comprando unas estupideces que “pa qué”. Claro, eres guapo, ¿qué te va a sentar mal? ¿Qué prenda va a osar a no agraciar más aún si cabe tu bello rostro? Pues bajo el abrigo de esa tranquilizadora teoría llenas tu fondo de armario de polos decorados con pájaros feísimos, camisetas con escote y un sinfín de idioteces más. Pero un guapo es guapo.
                Un feo puede llevar las cejas como el suelo de una peluquería pero un guapo tiene que cuidar muy mucho su aspecto. No es de bien nacidos no mimar un regalo de Gaia –Aparte de guapo y poeta también soy muy leído– y esta obligación forma parte de los deberes de mantenimiento de una cara sin igual.
                Pero ser guapo no es todo sin sabores. Ser guapo también te regala momentos de emoción, esos momentos en los que sabes que le estás regalando al mundo el don de tu belleza, caminas buscando espejos con una media sonrisa picarona, moviendo los hombros lenta y controladamente y asomando unos morritos golosones que sabes de sobra que harían derretir a la mayor de las lesbianas. Despilfarras belleza y poderío de forma desinteresada, sin esperar nada a cambio. Compartes tu rostro con el mundo demostrando así que no solamente eres guapo si no generoso también.
                Los guapos por lo general tenemos novias guapas, debemos procurar que sea menos guapa que nosotros para evitar momentos tensos. Como cabe esperar los problemas conyugales en una asociación amorosa de guapos no son los mismos que los problemas del resto de reuniones. Para empezar, un guapo nunca dirá “Mi novia” siempre, y digo siempre se referirá a ella como “Mi pareja”. Son vestigios de una infancia azul, confusa y convulsa. Las parejas de guapos suelen durar poco, no más de seis meses. Los principales problemas que propician la ruptura son de tipo compenetrativo “No me complementa” deberá decir un guapo de verdad cada vez que alguien le pregunte –o no, no es necesaria la pregunta para contarlo– sobre los motivos de la ruptura. Tras la separación, aproximadamente a la semana, deberán quedar para cenar –a un sitio de guapos, ni que decir tiene– con la finalidad de “arreglarlo”. Este encuentro nunca jamás deberá ser productivo, es decir, por  mucho amor que haya lo que prima es la no compenetración, sea lo que sea eso. De manera que la velada termina en polvo de guapos. Los polvos que echamos los guapos son como los vuestros (feos) pero con precauciones, me explico: se fornica respetando siempre la belleza propia y tratando de evitar por todos los medios cualquier sobrecontacto físico que pueda acarrear lesión o desfiguración en un rostro que merece ser fotografiado por hordas de japoneses fuera de control.
                Los guapos tenemos trabajos de guapos. Solemos ser comunitís manayeres en alguna discoteca. Los envidiosos dirán que repartimos publicidad, servimos copas y limpiamos mierda por cuatro duros pero la envidia no entiende de oficios.
                Ya llegada la ¿Madurez? La belleza se marchita al tiempo que la razón se nubla por nubes de unos signos que delatan que tenemos años para repartir en la puerta de un colegio. En ese momento, amigos, nos habremos convertido en un guapo mayor. Un cargo honorífico. Un guapo mayor es, a ojos de los feos, un individuo de unos cuarenta y bastantes, su cara parece la fregona de una almazara, su pelo –en caso de que lo conserve– parece pintado a golpe de témpera y se niega a admitir que ya no es lo que fue de manera que continúa vistiéndose a la moda, con sus camisetas que marcan barriga, con esos brazos depilados a cuchilla que más bien parecen la tapia de un cementerio en 1939, esa actitud a lo “quien tuvo retuvo” que le hace ser uno de los individuos más pintorescos de la fauna nocturna madura. El guapo mayor no conoce la vergüenza, “vergüenza deberían tener ellos por salir a la calle con esas caras” piensa la criatura mientras lanza su caña en bares para maduros esperando con el hedor de su colonia sirva de red para amarrar al mamut medio borracho que tiene enfrente pues el guapo  sabe de sobra que los años no perdonan y que hay que adaptarse a los nuevos tiempos. Pese a todo, el guapo, sea de la edad que sea, sabe que ser guapo es una actitud y por encima de todo sabe que el guapo nace, no se hace.
                Pese a todo soy guapo y no sabría vivir de otra manera, me tocó en suerte. Soy guapo y lo sé, estoy contento con mi condición y el mundo está contento conmigo. Ser guapo no es algo que uno pueda elegir, ni siquiera puede dejar de ser guapo un solo minuto al día pues como ya sabréis mis queridos amigos guapo se nace, no se hace.