miércoles, 20 de julio de 2011

BAJA COCINA

Miserable, esa sería la palabra adecuada para definir la relación que existe entre el cuarto de los fogones y un servidor.
Una recíproca relación de odio-odio que no tiene vocación de mejorar, por lo menos a pocos años vista, un matrimonio sumido en la más profunda de las crisis, una infame concomitancia que de prolongarse en exceso en el tiempo dará como resultado la calcinación de mi cuerpo por parte de un hornillo traicionero.

Mis andanzas en el mundo culinario son tristes, penosas y por supuesto miserables.
Formo parte orgullosamente de esa sociedad secreta titulada “Amantes de la baja cocina” de la cual me considero y me consideran embajador y máximo exponente en Europa.
Mis primeros contactos con la cocina surgieron de manera esporádica y ya se barruntaba que ese lugar situado entre mis aposentos y el salón principal de mi morada no iba a ser de mi agrado en mi vida adulta. Fue durante la realización de mi tradicional vaso de leche vespertino donde me dí cuenta de que ese podría ser el principio de una gran enemistad. Siendo las 17:00 horas de un caluroso día veraniego y siendo el que suscribe un hermoso mocito añadió a su copa lactosa 2 cucharadas de impostora azúcar o lo que es lo mismo sal gorda. Mi merienda de ese día fue vilmente saboteada por esos polvos del diablo y esta me supo a agua de mar con chocolate.

Años más tarde y habiendo olvidado tan desafortunado incidente me vi obligado a volver a entrar a ese lugar maldito y odiado por mi persona, me encontraba viviendo sólo y la cocina se volvía a bufonear del escribiente.
Durante un año entero y, si miento que nueve damas me violen, cociné macarrones ya que este comestible pese a resultarme insípido y monótono me aportaba proteínas suficientes para aguantar día a día. A los 10 meses y de forma totalmente inesperada descubrí que durante la cocción de ese aborrecible alimento era preciso e indispensable la agregación de aceite en el agua con el fin de que dicho manjar tuviera algún tipo de sabor. Ni que decir tiene que desde aquel fatídico incidente con mi vaso de leche no he vuelto a utilizar ni la sal ni el azúcar ni los polvos de talco.

Pasado un tiempo prudencial me arme de valor y decidí dar un paso en mi aventura culinaria. Por primera vez en mi vida iba a freír un comestible.
2 semanas de preparativos que incluyeron llamadas telefónicas, interrogatorios a la carnicera, consultas en la red de redes y demás. Por fin tras medio mes de duro trabajo de investigación creí conveniente inaugurar mi nueva sección alimenticia y subir un nuevo peldaño de esa escalera que poco a poco me convertiría en un hombre dejando atrás mi animalidad.
Hamburguesas fueron el alimento elegido para el vuelo inaugural.
Todo a punto, fuego, sartén, aceite y lo que antes fue una vaca.
Tras la emoción inicial el vuelo se estabilizó con destino a lo que debería ser mi comida del día. En un determinado momento la aeronave perdió aceite en vuelo por lo que, como comandante de la nave, creí conveniente equiparar los niveles añadiendo más aceite a la mezcla.
Hasta ahí todo bien, el primer incidente había sido solucionado con una celeridad pasmosa y con un temple propio del mejor de los toreros. Lo único reseñable de la operación es que durante la incorporación aceitosa el tapón de la botella se creyó hamburguesa y fue a freírse con sus amiguitas, dada la incandescente temperatura de la sartén el pequeño taponcito no pudo ser rescatado y decidió camuflarse con el entorno.
El resultado de la operación es que lo que antes fueron vacas tenían sabor a bolsa de la compra y en mi cocina imperaba un olor a plástico quemado totalmente embriagador.

Debía sacarme la espina que ese impertinente tapón de plástico había clavado en mi interior.
Días más tarde, repetí la operación con la sabiduría que otorga la experiencia y los golpes me volví a subir a la aeronave con mis mejores propósitos.
El hecho de que un primer tapón muriera abrasado condicionó las decisiones del resto de tapones de los demás recipientes, pero el fracaso no venía escrito en ningún trozo de plástico, el fracaso venía de atrás de mucho más atrás.
Llegó el momento de la sal, esa archienemiga que da sabor a los guisos y colesterol a los tontos, agarré firmemente el salero y me dispuse a rociar a las ex-vacas con sal, una vez más la tragedia se posaba sobre mi y el salero abría su alma y vaciaba su interior sobre mi almuerzo. Hermoso gesto el del salero sin duda alguna. Con decisión de verdugo interrumpí la operación y traté sin éxito de deshacerme de la sal sobrante. No es de reseñar que la sal y yo no llegamos a un acuerdo de reinstalación y que por tanto tuve que optar por la improvisación para salvar mi paladar.
Grandes problemas requieren grandes soluciones de manera que aún siendo conocedor de lo arriesgada que resultaba esta intervención agarré el azucarero y añadí azúcar a la mezcla para tratar de neutralizar a la sal sobrante. La reacción de las hamburguesas fue en cierta manera desmesurada.
Una vez más en mi cocina reinaba un hermoso aroma a caramelo salado.

A partir de este fatídico día los ingresos de la empresa Casa Tarradellas S.A. aumentaron un 93% en concepto de pizzas frescas.
El dueño del establecimiento de comida turca próximo a mi domicilio adquirió un BMW último modelo y ahora vive en Arabia Saudí, de camarero a jeque árabe